PENSACOLA
Vamos a ver qué
toca hoy. ¿Los indios de aspecto feroz y de hechos aún más feroces? ¿Los
huracanes que tiraban por la borda a los más experimentados marineros? ¿Las
enfermedades que brotaban de las marismas pantanosas y del aliento ponzoñoso y
selvático de la vegetación? Anteayer mismo te conté la triste historia de mi
amigo Juan Zaldívar y cómo tuve que agarrarle fuerte el brazo derecho mientras
otros camaradas hacían lo propio con el resto del cuerpo y el cirujano le
serraba la pierna, deshecha por la metralla…
Ya veo, hoy no
quieres dolor, sino victoria. Ya sabes que van unidos, como hermanos de
diferente ingenio, rasgos y complexión que, pese a sus diferencias, son
inseparables. No hay batalla sin tajos sangrantes y gritos que parten el alma
en dos; no hay batalla sin heridos que envidian a los que han muerto en los
primeros embates. No pongas mala cara, no pienses que el abuelo te quiere
amargar los pocos años que tienes. No es eso, pero no sería un buen soldado si
te mintiera, ni un buen Ibáñez tampoco.
Venga, allá
vamos. ¿Sabes cuál es la mejor cualidad de un mando, da igual que sea sargento
o general? El valor, dices… Bueno, desde luego nunca hay que ser un cobarde, ni
en el ejército ni en la vida; pero es mucho más importante la inteligencia. Un
tonto no debería tener autoridad por nada del mundo. No hay nada peor, te lo
digo yo, que he tenido que sufrir unos cuantos. Pues don Bernardo de Gálvez, ya
lo conoces de sobra y ya sabes cuánto lo admiré, era cualquier cosa menos
tonto.
Marzo de 1781,
Pensacola. Ocupamos la isla de Santa Rosa sin apenas resistencia. Los ingleses
tenían tropas suficientes para defender la ciudad y varias baterías amenazantes
para impedir la entrada de barcos enemigos en la bahía, pero nada más. Don
Bernardo enseguida entendió que la flotilla tenía que entrar en esa bahía para
que el asedio a Pensacola fuera efectivo, pero el mando de los barcos no era
suyo, sino del capitán Calvo de Irazábal, que ya andaba enojado contra Gálvez
por su decisión de no reforzar Mobile antes de navegar hasta Pensacola. Don
Bernardo no era hombre que se dejara influir por la opinión ajena cuando tenía
clara la suya. Las protestas de Calvo no se le dieron un ardite. Así pues,
mandó disponer los barcos que estaban de su lado -el Galveztown, que había sido capturado a los ingleses; la Valenzuela, al mando de Juan Antonio de
Riaño; y dos cañoneros- y maniobró para entrar en la bahía el 18 de marzo, no
sin antes desafiar a Calvo de Irazábal a que lo siguiese y leer su respuesta,
en la que lo llamaba traidor y le informaba de que su futuro muy bien podía
consistir en ser colgado por el cuello del palo mayor del San Ramón. Recuerdo ese momento; no estaría yo a más de cinco o
seis pasos del mariscal de campo cuando su risa franca y potente me hizo volver
la cabeza. Hizo un gurruño con el papel, lo lanzó a las olas y dio orden de
avanzar.
Oír un cañonazo
y esperar a ver si acierta o no cuando tú eres la diana no es cosa agradable; y
menos cuando no puedes responder con arma alguna a las baterías que intentan
hundirte. Fueron unos minutos de angustia, a qué negarlo. Una vez que todo
pasó, me di cuenta de que me sangraba la mano de lo fuerte que había estado
sujetando el fusil. Las balas caían al agua tras dejar una estela de humo y un
silbido que nos aceleraba el corazón. Un par de ellas agujerearon las velas del
Galveztown. De pronto, silencio.
Estábamos fuera del alcance de los cañones y se había ordenado el alto el
fuego. Don Bernardo pidió novedades. ¡No las había! ¡Ni una sola baja, ni un
solo desperfecto aparte de las dos velas atravesadas! Dimos todos los vivas
imaginables, nos abrazamos de alegría. Una vez calmada la explosión de
regocijo, el mariscal de campo tomó su catalejo y miró más allá de la popa: el
resto de la flota ya estaba maniobrando para entrar en la bahía.
Como ya te conté,
el hecho decisivo para la conquista de Pensacola fue la explosión del polvorín
del fuerte Crescent, pero, como dice el refrán, lo que bien empieza, bien
acaba. Aquella entrada triunfal era el arranque que necesitábamos, el
empujón de moral que nos convenció de que podíamos vencer, de que íbamos por
buen camino y con el mejor guía posible.
Y ahora me
dirás: “Abuelo, me has dicho que la inteligencia es más importante que el valor
y me has contado un ejemplo de lo contrario”. Pues bien, muchacho, te
equivocas. Don Bernardo de Gálvez, que Dios tenga en su gloria, había mirado
largamente con su catalejo, desde lo más alto del fuerte de Santa Rosa, la
disposición de las baterías inglesas, y se había percatado de que, tal como
estaban situadas y teniendo en cuenta la diferencia de altura y la distancia, su
probabilidad de acertar a un blanco en movimiento era muy escasa. Supuso que no
había ningún artillero con la suficiente experiencia, se encomendó a la Virgen
del Rosario y ordenó desplegar todo el trapo. Tuvo suerte, claro que la tuvo,
pero es que los inteligentes, entérate bien, zagal, son quienes hacen las cosas
de modo que la suerte tenga todas las facilidades del mundo para ponerse de su
parte.