Verónica,
Vero, pelirroja de pecas infinitas y pelo a lo garçon, larguirucha, desmadejada, lánguida… Verónica, Vero, los
ojos verdes más verdes que nunca he visto ni veré, no me hiciste ni puñetero
caso aquel verano de mis despertares y mis desdichas, aquel verano de ilusiones
rotas y de corazón en volandas. Algo conversé contigo, poco y nunca a solas, y
además cuando volvías la cabeza y me mirabas las palabras se me quedaban
atoradas en la garganta y no había maniobra de Heimlich que las sacara de ahí.
Sonreías, eso sí, sonreías con los labios más suaves del universo, o eso
imaginé en mis noches de fiebre, pues nunca pude comprobarlo. Y supongo que
pensabas que mejor que el gordito fuese tímido, así no tenías que quitártelo de
encima. No recuerdo que fueras detrás de nadie, salvo del mar, siempre con las
gafas y las aletas de buceo, siempre con los peces que habías visto, las manos
rugosas de tanta agua. Es verdad que cuando Marcos te pidió ir con él a lo
oscuro lo hiciste, pero es que a Marcos hasta yo le habría dicho que sí, guapo
como una estatua griega y simpático como un chimpancé. Recuerdo sobre todo un
instante, un atardecer en la playa, todos ya secos y vestidos, y tu mano fina
señalando al cielo. “Venus”, dijiste. Y la brisa vespertina hacía que el
vestido aquel de flores menudas volara junto a tus muslos.
Al
verano siguiente no apareciste. Ni gafas ni aletas ni ojos verdes ni cabeza de
sol último. Que estabas en un psiquiátrico, recuperándote. Que te había pasado
algo muy gordo. Marcos acabó por contárnoslo, haciéndose el importante pero
cuidando mucho las palabras, como si su confidencia pudiera abrir alguna herida
oculta, como si las palabras pudieran empeorar las cosas. Tu padrastro te había
violado y a continuación se había tirado desde un séptimo piso. Te estabas
recuperando, poco a poco. Ya hablabas; no con tu madre, claro, pero sí con las
enfermeras. Ya comías.
El
tercer verano volviste, Verónica, Vero, larguirucha, desmadejada, lánguida,
pero la chica que buceaba y sonreía ya no estaba. Te habías dejado el pelo
largo y te tapabas las pecas con maquillaje. Nos hablabas y te mirabas las
manos, juntas en oración o súplica o recelo. Apenas fuiste detrás del mar en la semana
escasa de mis agobios y mis desdichas, aquel verano de párpados rotos y de
corazón en quiebra. Habría querido consolarte, mimarte, ser capaz de devolver
la luz a los ojos verdes más verdes que nunca he visto ni veré, pero no hubo
manera. No te dirigí más allá de una docena de palabras torpes, llenas de manoteos y sudores.
Ni me miraste, aunque es verdad que no veías más allá de tus propias manos
enlazadas y dolientes. En cuanto vio que no te adaptabas, que el mar no te
servía para afianzar el frágil equilibrio, tu madre se te llevó. Y no te he
vuelto a ver. Alguien me dijo que habías puesto tierra de por medio, que vivías
y trabajabas en Suecia, que te habías casado allá y que no tenías hijos. Creo
que, a estas alturas, prefiero no saber más. Serás una cuarentona de buen ver,
seguro, pero ni remotamente te acuerdas del gordito de la playa, el que tan
nervioso se ponía cada vez que te tenía cerca.
Yo
sigo viniendo todos los veranos, animal de costumbres. Y tu pelo, rojo y
mojado, me viene a veces a la memoria. Y al atardecer señalo al cielo y le digo
a mi hijo pequeño: “Mira, Venus”.