lunes, 5 de julio de 2021

VERO

 

Verónica, Vero, pelirroja de pecas infinitas y pelo a lo garçon, larguirucha, desmadejada, lánguida… Verónica, Vero, los ojos verdes más verdes que nunca he visto ni veré, no me hiciste ni puñetero caso aquel verano de mis despertares y mis desdichas, aquel verano de ilusiones rotas y de corazón en volandas. Algo conversé contigo, poco y nunca a solas, y además cuando volvías la cabeza y me mirabas las palabras se me quedaban atoradas en la garganta y no había maniobra de Heimlich que las sacara de ahí. Sonreías, eso sí, sonreías con los labios más suaves del universo, o eso imaginé en mis noches de fiebre, pues nunca pude comprobarlo. Y supongo que pensabas que mejor que el gordito fuese tímido, así no tenías que quitártelo de encima. No recuerdo que fueras detrás de nadie, salvo del mar, siempre con las gafas y las aletas de buceo, siempre con los peces que habías visto, las manos rugosas de tanta agua. Es verdad que cuando Marcos te pidió ir con él a lo oscuro lo hiciste, pero es que a Marcos hasta yo le habría dicho que sí, guapo como una estatua griega y simpático como un chimpancé. Recuerdo sobre todo un instante, un atardecer en la playa, todos ya secos y vestidos, y tu mano fina señalando al cielo. “Venus”, dijiste. Y la brisa vespertina hacía que el vestido aquel de flores menudas volara junto a tus muslos.

 

Al verano siguiente no apareciste. Ni gafas ni aletas ni ojos verdes ni cabeza de sol último. Que estabas en un psiquiátrico, recuperándote. Que te había pasado algo muy gordo. Marcos acabó por contárnoslo, haciéndose el importante pero cuidando mucho las palabras, como si su confidencia pudiera abrir alguna herida oculta, como si las palabras pudieran empeorar las cosas. Tu padrastro te había violado y a continuación se había tirado desde un séptimo piso. Te estabas recuperando, poco a poco. Ya hablabas; no con tu madre, claro, pero sí con las enfermeras. Ya comías.

 

El tercer verano volviste, Verónica, Vero, larguirucha, desmadejada, lánguida, pero la chica que buceaba y sonreía ya no estaba. Te habías dejado el pelo largo y te tapabas las pecas con maquillaje. Nos hablabas y te mirabas las manos, juntas en oración o súplica o recelo. Apenas fuiste detrás del mar en la semana escasa de mis agobios y mis desdichas, aquel verano de párpados rotos y de corazón en quiebra. Habría querido consolarte, mimarte, ser capaz de devolver la luz a los ojos verdes más verdes que nunca he visto ni veré, pero no hubo manera. No te dirigí más allá de una docena de palabras torpes, llenas de manoteos y sudores. Ni me miraste, aunque es verdad que no veías más allá de tus propias manos enlazadas y dolientes. En cuanto vio que no te adaptabas, que el mar no te servía para afianzar el frágil equilibrio, tu madre se te llevó. Y no te he vuelto a ver. Alguien me dijo que habías puesto tierra de por medio, que vivías y trabajabas en Suecia, que te habías casado allá y que no tenías hijos. Creo que, a estas alturas, prefiero no saber más. Serás una cuarentona de buen ver, seguro, pero ni remotamente te acuerdas del gordito de la playa, el que tan nervioso se ponía cada vez que te tenía cerca.

 

Yo sigo viniendo todos los veranos, animal de costumbres. Y tu pelo, rojo y mojado, me viene a veces a la memoria. Y al atardecer señalo al cielo y le digo a mi hijo pequeño: “Mira, Venus”.

sábado, 17 de octubre de 2020

REDACCIÓN

 

El abuelo entrecava las tomateras. A pesar de los años, que van pesando, sujeta la azada con firmeza y la clava exactamente donde quiere, con la precisión intuitiva de la mucha y larga experiencia. Lo que ha variado es el ritmo, más pausado que antaño, y la tranquilidad de hacerlo por capricho y no por obligación.

Pablo se aburre. Su madre lo ha obligado a ir al huerto del pueblo con el abuelo para que se entere de dónde venían los melones que se zampó el verano pasado, y también para que, en la redacción que le han mandado en el cole, no vuelvan a aparecer ni zombis ni pokémones. “Y tienes que regresar con las manos manchadas de tierra”, ha dicho al final de su arenga.

Pablo oye con resignación las explicaciones del abuelo. Aunque hay palabras y cosas que no entiende, no pregunta nada. Que una parte de las cosas que come sale de la tierra y la otra son animales muertos es algo que sabe y ya está, pero no hace falta pasar la tarde rodeado de hierbas y matojos para comprobarlo. Eso sí, huele bien, a fresco y a verde.

—Mira, una lombriz—. El abuelo saca del terrón el fino cuerpo que se retuerce y se lo ofrece a Pablo, que alarga la mano con aprensión. El gusano le hace cosquillas en la palma.

—No tiene ojos ni oídos ni cerebro, pero es más útil que muchas personas. Esponja la tierra.

Pablo mira el bicho unos segundos, y después se agacha y lo deja en el surco. De paso, se reboza las manos con tierra húmeda.

—¿Sabes cuál es el secreto?

No sabe de qué secreto habla su abuelo. ¿Será el de las lombrices? Niega con la cabeza.

—El agua. La del Duero es buena, hace que las cosas crezcan porque viene de la nieve y de las cuevas. ¿Has visto cómo sale en Fuentetoba?

Ahora dice que sí. Estuvo con sus padres hace unos meses.

—Nos vamos a llevar calabacines, berenjenas y cebollas. Ven, ayúdame a cogerlos.

Cuando escribe su redacción, además de hablar de pepinos, lombrices y los últimos tomates, Pablo siente la necesidad de introducir un elemento dramático y cuenta que, de repente, saltó el cercado un lobo gigantesco de ojos amarillos y colmillos de acero que se plantó frente a ellos profiriendo gruñidos amenazadores y que, justo cuando iba a saltar sobre él, pobre niño indefenso pero con la mirada llena de dignidad y sin pizca de miedo, el abuelo mató a la fiera de un certero azadonazo en la yugular. Se siente satisfecho, como todo artista convencido de que su obra mejora la realidad, y además un lobo no tiene nada que ver con zombis ni pokémones.

Al leerla, su madre se ríe con ganas, le dice que está muy bien, que hay que enseñársela al abuelo y le da un beso. Y Pablo piensa que, después de todo, no ha sido un mal día.

sábado, 12 de octubre de 2019

RESPIRAR

Caminan ligeros, sobre el crujir de las hojas, rodeados de encinas en una noche cálida de luna clara.
-¿Se puede saber dónde coño me llevas?
-Enseguida estamos. No seas cagueta.
El chico no se acaba de fiar de la chica. ¿Cómo sabe dónde va, de noche y con todos estos árboles iguales?
-¿Qué quieres demostrar? Ya sabes que soy de ciudad. ¿Quieres que confiese mi
inferioridad, es eso? Vale, no hay problema: si me das esquinazo, no sé volver.
-¿Qué tendrá que ver…? Calla y camina, pelma.
Después de subir una pequeña cuesta, hacen derecha y se acercan a un claro.
-Ahora, calladito.
Ella se detiene y le indica por señas que se coloque a su lado. Insiste en el silencio con su dedo en la boca y le señala al frente. En mitad del claro del encinar, dos leonas duermen en paz. A él se le abre la boca sin querer. La chica, con sonrisa triunfal, susurra:
-Las he liberado esta mañana del circo y las he seguido. Aquí están mejor.
Durante un par de minutos, el chico no puede dejar de mirar el ritmo lento, delicado, hermoso, del respirar de las leonas.

jueves, 25 de julio de 2019

DOS JUEVES

   A  las  dos  y  diez  de  la  madrugada  de  un  jueves  de  2012, en  la  sala  número 8  de  la  segunda  planta sucedió lo siguiente:  alguien se  puso guantes  de  látex,  descolgó "La  Virgen y  el  Niño con un racimo de uvas"  de Lucas Cranach,  el  Viejo,  lo  sacó  cuidadosamente  de  su  marco con  ayuda  de  unos  pequeños alicates y  lo  colocó  detrás  de "Jesús entre  los  doctores"  de  Alberto  Durero,  en  la  parte  inferior  trasera de cuyo  marco  había puesto  previamente  unos  topes  de plástico,  sesenta céntimos la docena  en  un chino  cercano,  para  evitar  que  el  lienzo  pequeño  se  deslizara  hasta  el  suelo.  Después  pegó  un  pósit  en el  hueco que  había  dejado el  cranach:  150.000 euros  en esta cuenta de  la Banque  Cantonale  de Genève:  0057...
   A la mañana siguiente,  los  dos guardias de  seguridad  nocturnos, narcotizados, no  pudieron dar ninguna  información  útil  a  la policía.  Las  cámaras  de  seguridad  y  las  alarmas garantizaban  que  nadie había  entrado  ni  salido del  edificio en toda  la  noche,  era  imposible.  Se  revisó  el  subsuelo,  por  si  podía haber  un  modo  de entrar  desde el alcantarillado. El  edificio  es antiguo,  se  buscaron  pasadizos secretos. Nada.
   Los responsables  del  Museo  temblaron:  ¿el  robo  perfecto?  Los  amigos de  lo  paranormal inventaron  toda  clase de hipótesis,  verosímiles solo  si  se considera  la Física  una  ciencia obsoleta. La  cifra  era  razonable. El  Estado,  la  Fundación y  la  compañía  de  seguros  se  pusieron de acuerdo  para  pagar, pero  ni  el  cuadro  reapareció  ni  se  pudo  rastrear  el  dinero:  los  suizos  son  muy suyos para  estas  cosas.
   Otro  jueves,  curiosa  coincidencia, pero de  2018, se  descolgaron los  cuadros  de  la  sala número 8 de la segunda planta para  repintar  las  paredes  de un  ocre  más claro  y  más amarillento.  Y  cayó  al  suelo  la Virgen de  Cranach,  el  Viejo, que  había  permanecido  junto  a  su hijo  los  últimos  seis años.  Uno  de los que más veces repitió  la palabra  "increíble"  fue Marcos Gómez,  el  guardia  de  seguridad  más antiguo, veintiséis años al  pie del  cañón,  uno  de los dos drogados de aquella noche  inexplicable.  Nunca  se  lo dijo  a  nadie,  claro,  pero  sabía  que  había  hecho  lo  correcto.  El  cuadro  estaba  en  perfectas  condiciones, habían  aumentado  las visitas entonces y  aumentarían  más ahora para contemplar  el  lienzo  "resucitado" (que,  dicho  sea  de  paso, hasta  2012  pasaba  bastante  desapercibido),  y  su hermana  pequeña  y  sus  dos sobrinos,  recién abandonados  por  su  pareja  y  progenitor, seis  años  antes  se  habían  librado  del desahucio,  la  ruina y  la  desgracia. 

lunes, 8 de julio de 2019

EPÍLOGO


Ilsa y Rick, avejentados pero todavía deseosos de ser amantes, se reencontraron en Nueva York tras la muerte de Víctor Laszlo a finales de los 50. A Rick le había ido bien tras la guerra, era dueño de tres locales de moda en el cogollito de Manhattan. Ilsa conservaba la ternura de siempre y su entrañable tendencia al melodrama. Tras un breve idilio primaveral entre rascacielos y garitos de jazz, pensaron en hacer un viaje. Volver a París les pareció peligroso: demasiados recuerdos cubiertos de cicatrices que siempre podían sangrar de nuevo... Así pues, para aprovechar el tiempo perdido y sentirse menos atados al tinte de pelo y la crema para las arrugas, dejaron a Louis Renault -ahora especializado en viudas cincuentonas- a cargo del negocio y decidieron hacer un viaje en automóvil atravesando la gran nación americana: el viejo Boston, las cataratas del Niágara, Columbus, una carrera en Indianápolis, St.Louis, a Tulsa por la mítica Ruta 66, Albuquerque, Phoenix...

Todo fue bien hasta que, para ir de Phoenix al Gran Cañón del río Colorado, tras una tarde tormentosa y desapacible, se detuvieron a pasar la noche en el motel de Norman Bates.

martes, 7 de mayo de 2019


GUSTAV

Esto sucedió en el verano de 1941. Al poco de amanecer, João gritó que había un tiburón muy raro por la amura de babor, a un par de millas de distancia. El capitán miró con el catalejo y nos dijo: "Si en el cine no es todo mentira, eso es un periscopio". Nos asustamos. En las películas y en los noticiarios, submarino y torpedo iban de la mano. El capitán añadió: "Si no me equivoco, viene hacia nosotros". Alguno empezó a rezar. Yo dije que era absurdo torpedear un barco de pesca, pero el tío Azinheira se temió que hicieran con nosotros un ejercicio de puntería. El capitán ordenó: "Quietos todos. Si quieren robarnos la pesca, se la damos sin rechistar. Mejor pobres que muertos".
Cuando estaba a un tiro de piedra, salió a la superficie y se fue acercando lentamente. Aunque teníamos miedo, la verdad es que lo mirábamos embobados: un dinosaurio marino no nos habría asombrado más. Enseguida vimos salir a cuatro militares a lo alto de la torreta, en cuyo lateral se leía el número del sumergible: U-573. Supuse que serían oficiales, pero nunca entendí de uniformes ni de galones. Usaron un megáfono. El capitán dijo: "Eso no es inglés. Son alemanes". Nosotros no teníamos megáfono, pero João era capaz de cantar en el balcón de su casa y que lo oyera todo el pueblo, así que le tocó saludar. Tanto si entendieron como si no, a los diez minutos ya estaban en nuestro barco dos oficiales y dos marineros con metralletas, y su bote amarrado a nuestra escotera. A esas alturas ya quedaba claro que no pretendían hundirnos ni matarnos. Por señas nos explicaron que querían pescado y que nos darían algo a cambio. La intuición del capitán se hacía realidad. No sé qué comerían ahí dentro, pero tengo la certeza de que las seis cajas que se llevaron, tres de sardinas y tres de calamares, les sentaron de maravilla. Nos indicaron que debíamos esperar y remaron hasta el submarino. Entretanto, se abrió una escotilla en su cubierta y sacaron lo que parecía un cadáver. Ese era el regalito: un hombre herido que dejaron en nuestra cubierta como si fuera un fardo sin valor. Mientras volvían a bordo y maniobraban para alejarse, no nos atrevimos a atenderlo. Después, al comprobar la palidez, la fiebre y el tiro que le habían metido en la barriga, el capitán dio orden de arranchar y regresar a puerto.
El muchacho, pues no tendría más de veinte años, sobrevivió, gracias al buen hacer del doctor Martins y a los cuidados de su doncella, una moza pequeñita de grandes ojos negros que se sintió atraída sin remedio por un tipo tan grandote, tan rubio y tan indefenso. El doctor asumió el amparo del misterioso joven con naturalidad: entendió que su obligación profesional incluía no consentir que las autoridades investigaran su procedencia hasta que lo consideró totalmente recuperado, dos meses después del incidente del submarino. He dicho misterioso, sí, y la verdad es que todo el pueblo estaba intrigado y deseando tener alguna explicación verosímil. El muchacho no era inglés, lo que habría tenido alguna lógica, pues podría ser un prisionero, sino alemán, y para colmo de extrañezas, un alemán sin uniforme: había salido del U-573 con ropa de paisano, un pantalón astroso y una camisa de franela llena de sangre, lo que, en principio, significaba que no era un militar. Los rumores se extendieron como el polen en primavera: unos decían que era un espía, aunque maldita la cosa que podía espiar en el pueblo; otros, que era un SS al que habría herido el mismo capitán del submarino, harto de recibir órdenes de un comisario político; otros, en fin, opinaban que se trataba del cocinero de a bordo, tiroteado por un oficial que lo había descubierto envenenando la comida. Por raro que parezca, esto último era lo que tenía más sentido, pues podía explicar todas las circunstancias: la herida de bala, la ausencia de uniforme y el robo del pescado.
Cuando el doctor Martins dio por sano y salvo al alemán, los guardias lo encerraron en el sótano del ayuntamiento, mientras el alcalde esperaba instrucciones de las autoridades competentes. El alemán, que decía llamarse Gustav, estaba encantado de haber salvado la vida. Había empezado a chapurrear portugués y salía de paseo por el pueblo todos los días con una pareja de guardias; de hecho, parecía que los tres hacían la ronda y que él era el más contento con su trabajo. La doncella del doctor, Teresa, se hacía la encontradiza para poder cruzar unas palabras con su rubiales. Poco a poco, los rumores adelgazaron y la gente se acostumbró a ver al prisionero como una especie de turista excéntrico, una peculiaridad, algo de que hablar con quienes no fuesen del pueblo.
Un día, durante el paseo, los guardias y Gustav fueron testigos de una pelea con navajas en el puerto. Una discusión sobre una gorra caída al agua podía terminar en tragedia. Los guardias gritaban, amenazaban con disparar, pero no se atrevían a separar a los contendientes. Entonces Gustav, por sorpresa y en apenas tres segundos, empujó a uno de ellos y, casi a la vez, le dio una patada al otro en la mano derecha. Al instante, las dos navajas estaban en el suelo. Pasada la sorpresa, los guardias intervinieron y todo quedó en anécdota, pero, claro está, Gustav pasó de extraño visitante a héroe popular en apenas unas horas. El alcalde, visto lo visto y hasta las narices de que en la capital no se molestaran ni en menospreciarlo, lo puso en libertad y le dio un permiso de trabajo. A partir de entonces, Gustav fue uno más: marinero cuando lo contrataban, jornalero en el campo cuando se terciaba y hasta pastor de cabras alguna temporada. Se casó con Teresa en mayo de 1942 y tuvieron tres hijos, dos morenos y una rubia. Y nunca le contó a nadie lo que había sucedido en el submarino.

domingo, 10 de junio de 2018

PENSACOLA

Vamos a ver qué toca hoy. ¿Los indios de aspecto feroz y de hechos aún más feroces? ¿Los huracanes que tiraban por la borda a los más experimentados marineros? ¿Las enfermedades que brotaban de las marismas pantanosas y del aliento ponzoñoso y selvático de la vegetación? Anteayer mismo te conté la triste historia de mi amigo Juan Zaldívar y cómo tuve que agarrarle fuerte el brazo derecho mientras otros camaradas hacían lo propio con el resto del cuerpo y el cirujano le serraba la pierna, deshecha por la metralla…
Ya veo, hoy no quieres dolor, sino victoria. Ya sabes que van unidos, como hermanos de diferente ingenio, rasgos y complexión que, pese a sus diferencias, son inseparables. No hay batalla sin tajos sangrantes y gritos que parten el alma en dos; no hay batalla sin heridos que envidian a los que han muerto en los primeros embates. No pongas mala cara, no pienses que el abuelo te quiere amargar los pocos años que tienes. No es eso, pero no sería un buen soldado si te mintiera, ni un buen Ibáñez tampoco.
Venga, allá vamos. ¿Sabes cuál es la mejor cualidad de un mando, da igual que sea sargento o general? El valor, dices… Bueno, desde luego nunca hay que ser un cobarde, ni en el ejército ni en la vida; pero es mucho más importante la inteligencia. Un tonto no debería tener autoridad por nada del mundo. No hay nada peor, te lo digo yo, que he tenido que sufrir unos cuantos. Pues don Bernardo de Gálvez, ya lo conoces de sobra y ya sabes cuánto lo admiré, era cualquier cosa menos tonto.
Marzo de 1781, Pensacola. Ocupamos la isla de Santa Rosa sin apenas resistencia. Los ingleses tenían tropas suficientes para defender la ciudad y varias baterías amenazantes para impedir la entrada de barcos enemigos en la bahía, pero nada más. Don Bernardo enseguida entendió que la flotilla tenía que entrar en esa bahía para que el asedio a Pensacola fuera efectivo, pero el mando de los barcos no era suyo, sino del capitán Calvo de Irazábal, que ya andaba enojado contra Gálvez por su decisión de no reforzar Mobile antes de navegar hasta Pensacola. Don Bernardo no era hombre que se dejara influir por la opinión ajena cuando tenía clara la suya. Las protestas de Calvo no se le dieron un ardite. Así pues, mandó disponer los barcos que estaban de su lado -el Galveztown, que había sido capturado a los ingleses; la Valenzuela, al mando de Juan Antonio de Riaño; y dos cañoneros- y maniobró para entrar en la bahía el 18 de marzo, no sin antes desafiar a Calvo de Irazábal a que lo siguiese y leer su respuesta, en la que lo llamaba traidor y le informaba de que su futuro muy bien podía consistir en ser colgado por el cuello del palo mayor del San Ramón. Recuerdo ese momento; no estaría yo a más de cinco o seis pasos del mariscal de campo cuando su risa franca y potente me hizo volver la cabeza. Hizo un gurruño con el papel, lo lanzó a las olas y dio orden de avanzar.
Oír un cañonazo y esperar a ver si acierta o no cuando tú eres la diana no es cosa agradable; y menos cuando no puedes responder con arma alguna a las baterías que intentan hundirte. Fueron unos minutos de angustia, a qué negarlo. Una vez que todo pasó, me di cuenta de que me sangraba la mano de lo fuerte que había estado sujetando el fusil. Las balas caían al agua tras dejar una estela de humo y un silbido que nos aceleraba el corazón. Un par de ellas agujerearon las velas del Galveztown. De pronto, silencio. Estábamos fuera del alcance de los cañones y se había ordenado el alto el fuego. Don Bernardo pidió novedades. ¡No las había! ¡Ni una sola baja, ni un solo desperfecto aparte de las dos velas atravesadas! Dimos todos los vivas imaginables, nos abrazamos de alegría. Una vez calmada la explosión de regocijo, el mariscal de campo tomó su catalejo y miró más allá de la popa: el resto de la flota ya estaba maniobrando para entrar en la bahía.
Como ya te conté, el hecho decisivo para la conquista de Pensacola fue la explosión del polvorín del fuerte Crescent, pero, como dice el refrán, lo que bien empieza, bien acaba. Aquella entrada triunfal era el arranque que necesitábamos, el empujón de moral que nos convenció de que podíamos vencer, de que íbamos por buen camino y con el mejor guía posible.

Y ahora me dirás: “Abuelo, me has dicho que la inteligencia es más importante que el valor y me has contado un ejemplo de lo contrario”. Pues bien, muchacho, te equivocas. Don Bernardo de Gálvez, que Dios tenga en su gloria, había mirado largamente con su catalejo, desde lo más alto del fuerte de Santa Rosa, la disposición de las baterías inglesas, y se había percatado de que, tal como estaban situadas y teniendo en cuenta la diferencia de altura y la distancia, su probabilidad de acertar a un blanco en movimiento era muy escasa. Supuso que no había ningún artillero con la suficiente experiencia, se encomendó a la Virgen del Rosario y ordenó desplegar todo el trapo. Tuvo suerte, claro que la tuvo, pero es que los inteligentes, entérate bien, zagal, son quienes hacen las cosas de modo que la suerte tenga todas las facilidades del mundo para ponerse de su parte.