domingo, 10 de junio de 2018

PENSACOLA

Vamos a ver qué toca hoy. ¿Los indios de aspecto feroz y de hechos aún más feroces? ¿Los huracanes que tiraban por la borda a los más experimentados marineros? ¿Las enfermedades que brotaban de las marismas pantanosas y del aliento ponzoñoso y selvático de la vegetación? Anteayer mismo te conté la triste historia de mi amigo Juan Zaldívar y cómo tuve que agarrarle fuerte el brazo derecho mientras otros camaradas hacían lo propio con el resto del cuerpo y el cirujano le serraba la pierna, deshecha por la metralla…
Ya veo, hoy no quieres dolor, sino victoria. Ya sabes que van unidos, como hermanos de diferente ingenio, rasgos y complexión que, pese a sus diferencias, son inseparables. No hay batalla sin tajos sangrantes y gritos que parten el alma en dos; no hay batalla sin heridos que envidian a los que han muerto en los primeros embates. No pongas mala cara, no pienses que el abuelo te quiere amargar los pocos años que tienes. No es eso, pero no sería un buen soldado si te mintiera, ni un buen Ibáñez tampoco.
Venga, allá vamos. ¿Sabes cuál es la mejor cualidad de un mando, da igual que sea sargento o general? El valor, dices… Bueno, desde luego nunca hay que ser un cobarde, ni en el ejército ni en la vida; pero es mucho más importante la inteligencia. Un tonto no debería tener autoridad por nada del mundo. No hay nada peor, te lo digo yo, que he tenido que sufrir unos cuantos. Pues don Bernardo de Gálvez, ya lo conoces de sobra y ya sabes cuánto lo admiré, era cualquier cosa menos tonto.
Marzo de 1781, Pensacola. Ocupamos la isla de Santa Rosa sin apenas resistencia. Los ingleses tenían tropas suficientes para defender la ciudad y varias baterías amenazantes para impedir la entrada de barcos enemigos en la bahía, pero nada más. Don Bernardo enseguida entendió que la flotilla tenía que entrar en esa bahía para que el asedio a Pensacola fuera efectivo, pero el mando de los barcos no era suyo, sino del capitán Calvo de Irazábal, que ya andaba enojado contra Gálvez por su decisión de no reforzar Mobile antes de navegar hasta Pensacola. Don Bernardo no era hombre que se dejara influir por la opinión ajena cuando tenía clara la suya. Las protestas de Calvo no se le dieron un ardite. Así pues, mandó disponer los barcos que estaban de su lado -el Galveztown, que había sido capturado a los ingleses; la Valenzuela, al mando de Juan Antonio de Riaño; y dos cañoneros- y maniobró para entrar en la bahía el 18 de marzo, no sin antes desafiar a Calvo de Irazábal a que lo siguiese y leer su respuesta, en la que lo llamaba traidor y le informaba de que su futuro muy bien podía consistir en ser colgado por el cuello del palo mayor del San Ramón. Recuerdo ese momento; no estaría yo a más de cinco o seis pasos del mariscal de campo cuando su risa franca y potente me hizo volver la cabeza. Hizo un gurruño con el papel, lo lanzó a las olas y dio orden de avanzar.
Oír un cañonazo y esperar a ver si acierta o no cuando tú eres la diana no es cosa agradable; y menos cuando no puedes responder con arma alguna a las baterías que intentan hundirte. Fueron unos minutos de angustia, a qué negarlo. Una vez que todo pasó, me di cuenta de que me sangraba la mano de lo fuerte que había estado sujetando el fusil. Las balas caían al agua tras dejar una estela de humo y un silbido que nos aceleraba el corazón. Un par de ellas agujerearon las velas del Galveztown. De pronto, silencio. Estábamos fuera del alcance de los cañones y se había ordenado el alto el fuego. Don Bernardo pidió novedades. ¡No las había! ¡Ni una sola baja, ni un solo desperfecto aparte de las dos velas atravesadas! Dimos todos los vivas imaginables, nos abrazamos de alegría. Una vez calmada la explosión de regocijo, el mariscal de campo tomó su catalejo y miró más allá de la popa: el resto de la flota ya estaba maniobrando para entrar en la bahía.
Como ya te conté, el hecho decisivo para la conquista de Pensacola fue la explosión del polvorín del fuerte Crescent, pero, como dice el refrán, lo que bien empieza, bien acaba. Aquella entrada triunfal era el arranque que necesitábamos, el empujón de moral que nos convenció de que podíamos vencer, de que íbamos por buen camino y con el mejor guía posible.

Y ahora me dirás: “Abuelo, me has dicho que la inteligencia es más importante que el valor y me has contado un ejemplo de lo contrario”. Pues bien, muchacho, te equivocas. Don Bernardo de Gálvez, que Dios tenga en su gloria, había mirado largamente con su catalejo, desde lo más alto del fuerte de Santa Rosa, la disposición de las baterías inglesas, y se había percatado de que, tal como estaban situadas y teniendo en cuenta la diferencia de altura y la distancia, su probabilidad de acertar a un blanco en movimiento era muy escasa. Supuso que no había ningún artillero con la suficiente experiencia, se encomendó a la Virgen del Rosario y ordenó desplegar todo el trapo. Tuvo suerte, claro que la tuvo, pero es que los inteligentes, entérate bien, zagal, son quienes hacen las cosas de modo que la suerte tenga todas las facilidades del mundo para ponerse de su parte.