GUSTAV
Esto sucedió en el verano de
1941. Al poco de amanecer, João gritó que había un tiburón muy
raro por la amura de babor, a un par de millas de distancia. El
capitán miró con el catalejo y nos dijo: "Si en el cine no es
todo mentira, eso es un periscopio". Nos asustamos. En las
películas y en los noticiarios, submarino y torpedo iban de la mano.
El capitán añadió: "Si no me equivoco, viene hacia nosotros".
Alguno empezó a rezar. Yo dije que era absurdo torpedear un barco de
pesca, pero el tío Azinheira se temió que hicieran con nosotros un
ejercicio de puntería. El capitán ordenó: "Quietos todos. Si
quieren robarnos la pesca, se la damos sin rechistar. Mejor pobres
que muertos".
Cuando
estaba a un tiro de piedra,
salió a la superficie y se fue acercando lentamente. Aunque
teníamos
miedo, la verdad es que lo mirábamos embobados: un dinosaurio marino
no nos habría asombrado más. Enseguida
vimos salir a cuatro militares a lo alto de la torreta, en cuyo
lateral se leía
el número del sumergible: U-573. Supuse que serían oficiales, pero
nunca entendí de uniformes ni de galones. Usaron
un megáfono. El capitán dijo: "Eso no es inglés. Son
alemanes". Nosotros no teníamos megáfono, pero João era capaz
de cantar en el balcón de su casa y que lo oyera todo el pueblo, así
que le tocó saludar. Tanto si
entendieron como si no, a los diez
minutos ya estaban en nuestro barco dos
oficiales y dos marineros con metralletas,
y su bote
amarrado a nuestra escotera. A esas
alturas ya quedaba claro que no pretendían hundirnos ni matarnos.
Por señas nos explicaron que querían pescado y que nos darían algo
a cambio. La intuición del capitán se hacía realidad. No sé qué
comerían ahí dentro, pero tengo la certeza de que las seis cajas
que se llevaron, tres de sardinas y tres de calamares, les sentaron
de maravilla. Nos indicaron que debíamos esperar y remaron hasta el
submarino. Entretanto, se abrió una escotilla en su cubierta y
sacaron lo que parecía un cadáver.
Ese era el regalito: un hombre herido que dejaron en nuestra cubierta
como si fuera un fardo sin valor. Mientras volvían a bordo y
maniobraban para alejarse, no nos atrevimos a atenderlo. Después, al
comprobar la palidez, la fiebre y el tiro que le habían metido en la
barriga, el capitán dio orden de arranchar y regresar a puerto.
El muchacho, pues no tendría
más de veinte años, sobrevivió, gracias al buen hacer del doctor
Martins y a los cuidados de su doncella, una moza pequeñita de
grandes ojos negros que se sintió atraída sin remedio por un tipo
tan grandote, tan rubio y tan indefenso. El doctor asumió el amparo
del misterioso joven con naturalidad: entendió que su obligación
profesional incluía no consentir que las autoridades investigaran su
procedencia hasta que lo consideró totalmente recuperado, dos meses
después del incidente del submarino. He dicho misterioso, sí, y la
verdad es que todo el pueblo estaba intrigado y deseando tener alguna
explicación verosímil. El muchacho no era inglés, lo que habría
tenido alguna lógica, pues podría ser un prisionero, sino alemán,
y para colmo de extrañezas, un alemán sin uniforme: había salido
del U-573 con ropa de paisano, un pantalón astroso y una camisa de
franela llena de sangre, lo que, en principio, significaba que no era
un militar. Los rumores se extendieron como el polen en primavera:
unos decían que era un espía, aunque maldita la cosa que podía
espiar en el pueblo; otros, que era un SS al que habría herido el
mismo capitán del submarino, harto de recibir órdenes de un
comisario político; otros, en fin, opinaban que se trataba del
cocinero de a bordo, tiroteado por un oficial que lo había
descubierto envenenando la comida. Por raro que parezca, esto último
era lo que tenía más sentido, pues podía explicar todas las
circunstancias: la herida de bala, la ausencia de uniforme y el robo
del pescado.
Cuando el doctor Martins dio
por sano y salvo al alemán, los guardias lo encerraron en el sótano
del ayuntamiento, mientras el alcalde esperaba instrucciones de las
autoridades competentes. El alemán, que decía llamarse Gustav,
estaba encantado de haber salvado la vida. Había empezado a
chapurrear portugués y salía de paseo por el pueblo todos los días
con una pareja de guardias; de hecho, parecía que los tres hacían
la ronda y que él era el más contento con su trabajo. La doncella
del doctor, Teresa, se hacía la encontradiza para poder cruzar unas
palabras con su rubiales. Poco a poco, los rumores adelgazaron y la
gente se acostumbró a ver al prisionero como una especie de turista
excéntrico, una peculiaridad, algo de que hablar con quienes no
fuesen del pueblo.
Un día, durante el paseo, los
guardias y Gustav fueron testigos de una pelea con navajas en el
puerto. Una discusión sobre una gorra caída al agua podía terminar
en tragedia. Los guardias gritaban, amenazaban con disparar, pero no
se atrevían a separar a los contendientes. Entonces Gustav, por
sorpresa y en apenas tres segundos, empujó a uno de ellos y, casi a
la vez, le dio una patada al otro en la mano derecha. Al instante,
las dos navajas estaban en el suelo. Pasada la sorpresa, los guardias
intervinieron y todo quedó en anécdota, pero, claro está, Gustav
pasó de extraño visitante a héroe popular en apenas unas horas. El
alcalde, visto lo visto y hasta las narices de que en la capital no
se molestaran ni en menospreciarlo, lo puso en libertad y le dio un
permiso de trabajo. A partir de entonces, Gustav fue uno más:
marinero cuando lo contrataban, jornalero en el campo cuando se
terciaba y hasta pastor de cabras alguna temporada. Se casó con
Teresa en mayo de 1942 y tuvieron tres hijos, dos morenos y una
rubia. Y nunca le contó a nadie lo que había sucedido en el
submarino.
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