Caminan ligeros, sobre el crujir de las hojas, rodeados de encinas en una noche cálida de luna clara.
-¿Se puede saber dónde coño me llevas?
-Enseguida estamos. No seas cagueta.
El chico no se acaba de fiar de la chica. ¿Cómo sabe dónde va, de noche y con todos estos árboles iguales?
-¿Qué quieres demostrar? Ya sabes que soy de ciudad. ¿Quieres que confiese mi
inferioridad, es eso? Vale, no hay problema: si me das esquinazo, no sé volver.
-¿Qué tendrá que ver…? Calla y camina, pelma.
Después de subir una pequeña cuesta, hacen derecha y se acercan a un claro.
-Ahora, calladito.
Ella se detiene y le indica por señas que se coloque a su lado. Insiste en el silencio con su dedo en la boca y le señala al frente. En mitad del claro del encinar, dos leonas duermen en paz. A él se le abre la boca sin querer. La chica, con sonrisa triunfal, susurra:
-Las he liberado esta mañana del circo y las he seguido. Aquí están mejor.
Durante un par de minutos, el chico no puede dejar de mirar el ritmo lento, delicado, hermoso, del respirar de las leonas.
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