El abuelo entrecava
las tomateras. A pesar de los años, que van pesando, sujeta la azada con
firmeza y la clava exactamente donde quiere, con la precisión intuitiva de la
mucha y larga experiencia. Lo que ha variado es el ritmo, más pausado que antaño,
y la tranquilidad de hacerlo por capricho y no por obligación.
Pablo se aburre. Su
madre lo ha obligado a ir al huerto del pueblo con el abuelo para que se entere
de dónde venían los melones que se zampó el verano pasado, y también para que,
en la redacción que le han mandado en el cole, no vuelvan a aparecer ni zombis
ni pokémones. “Y tienes que regresar
con las manos manchadas de tierra”, ha dicho al final de su arenga.
Pablo oye con
resignación las explicaciones del abuelo. Aunque hay palabras y cosas que no entiende,
no pregunta nada. Que una parte de las cosas que come sale de la tierra y la
otra son animales muertos es algo que sabe y ya está, pero no hace falta pasar
la tarde rodeado de hierbas y matojos para comprobarlo. Eso sí, huele bien, a
fresco y a verde.
—Mira, una lombriz—.
El abuelo saca del terrón el fino cuerpo que se retuerce y se lo ofrece a
Pablo, que alarga la mano con aprensión. El gusano le hace cosquillas en la
palma.
—No tiene ojos ni
oídos ni cerebro, pero es más útil que muchas personas. Esponja la tierra.
Pablo mira el bicho
unos segundos, y después se agacha y lo deja en el surco. De paso, se reboza
las manos con tierra húmeda.
—¿Sabes cuál es el
secreto?
No sabe de qué
secreto habla su abuelo. ¿Será el de las lombrices? Niega con la cabeza.
—El agua. La del
Duero es buena, hace que las cosas crezcan porque viene de la nieve y de las
cuevas. ¿Has visto cómo sale en Fuentetoba?
Ahora dice que sí.
Estuvo con sus padres hace unos meses.
—Nos vamos a llevar
calabacines, berenjenas y cebollas. Ven, ayúdame a cogerlos.
Cuando escribe su
redacción, además de hablar de pepinos, lombrices y los últimos tomates, Pablo
siente la necesidad de introducir un elemento dramático y cuenta que, de
repente, saltó el cercado un lobo gigantesco de ojos amarillos y colmillos de
acero que se plantó frente a ellos profiriendo gruñidos amenazadores y que,
justo cuando iba a saltar sobre él, pobre niño indefenso pero con la mirada
llena de dignidad y sin pizca de miedo, el abuelo mató a la fiera de un certero
azadonazo en la yugular. Se siente satisfecho, como todo artista convencido de
que su obra mejora la realidad, y además un lobo no tiene nada que ver con
zombis ni pokémones.
Al leerla, su madre
se ríe con ganas, le dice que está muy bien, que hay que enseñársela al abuelo
y le da un beso. Y Pablo piensa que, después de todo, no ha sido un mal día.
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